¿PUDO REFORMARSE EL IMPERIO ESPAÑOL? Por Víctor Manuel Galán Tendero.

13.08.2021 09:58

                En 1898, España fue apeada de la condición de potencia imperial por los Estados Unidos, favorecidos entonces por los británicos en Asia y en el Pacífico por temor a los alemanes. En plena Era del Imperialismo, había sido una de las víctimas de la cruel competición, y se intensificaron las quejas por los males de la patria, ya anteriores.

                El año anterior al Desastre había sido asesinado Cánovas, artífice de la Restauración e historiador de la España del siglo XVII, la de la decadencia de los Austrias Menores. Sus conclusiones fueron pesimistas, ya que pensaba que el gran momento español había pasado y lo mejor era ser discretos en la escena internacional, retraerse de los grandes conflictos y conservar lo que restaba.

                Desde la derrota de la Invencible, la Gran Armada, el poder español había ido mermando, según una visión muy extendida entre propios y extraños, pues la cantidad acumulada de problemas en el siglo XVII era ciertamente considerable. La población española no alcanzaba el número de la francesa o la de otros países, encontrándose muchas comarcas despobladas. Sus hidalgas gentes, de airado y puntilloso carácter, carecían de la laboriosidad adecuada. Florecía la picaresca por doquier. Se vivía por encima de las posibilidades y las riquezas indianas no bastaban para pagar las disparadas deudas. Los impuestos agobiaban a los pobres pecheros y consumían la producción. Muchos escapaban de los compromisos abrazando los privilegios. Se afirmaban los prejuicios religiosos y la Inquisición atacaba la libertad de pensamiento, capaz de hacer avanzar a la ciencia. Las energías iban fallando y en los campos de batalla los tercios dejaron de ser invencibles. Los rivales europeos no sólo socavaban la hegemonía española, sino que también se aprovechaban de sus riquezas.

                Los tratadistas del XVIII, para ensalzar la obra de los Borbones, abrazaron este cuadro, que en Italia también serviría para cargarle las culpas a España de su decadencia. Con matices, los historiadores actuales han confirmado gran parte de sus factores. Poca solución, pues, podía tener aquella España, uno de los verdaderos hombres enfermos de Europa. Entonces, ¿cómo es posible que no se desmoronara el imperio español en 1640 o un poco después?

                De entrada, conviene no confundir todo el imperio con Castilla, una Castilla ya de por sí bastante compleja. Quizá ese carácter agregado y complejo de la Monarquía hispánica la salvara de lo peor.

                También es bueno diferenciar el reformismo de la monarquía del de otros grupos, ya que no coincidieron en más de una ocasión. A la llegada a Castilla de Carlos V, se discutía sobre la orientación económica a seguir: la más exportadora de lana, defendida por los grandes comerciantes y parte de la nobleza, y la más productora de textiles, la de los pañeros de ciudades como Segovia. Las controversias entre grupos sociales por la orientación económica castellana ya se habían dado en la Baja Edad media. La derrota de los comuneros decantó la balanza a favor de los intereses exportadores, que coincidieron con las necesidades fiscales de corona.

                Los hombres de negocios de la segunda mitad del siglo XVI se quejaron amargamente de la subida de las alcabalas y de otras imposiciones, muy perjudicial para el crecimiento económico. Desde que en 1558 el contador Luis de Ortiz diera a la luz su Memorial para que no salgan dineros del Reino, se forjó un grupo de pensadores con ganas de explicar los mecanismos sociales de la economía y su aplicación para mejorar la fortuna hispana, con nombres como Tomás de Mercado, Martín González de Cellorigo, Sancho de Moncada, Pedro Fernández de Navarrete o Luis Valle de la Cerda. Insistieron en el fomento de la economía productiva, y sus postulados han sido considerados la verdadera antesala del mercantilismo, que favoreció a otras monarquías europeas. A día de hoy, el arbitrismo ha perdido muchas de sus connotaciones negativas, pues no pocos historiadores se muestran de acuerdo que ofrecieron a los gobiernos reales medidas bastante razonables para trazar un programa de reformas.

                Los reyes y sus allegados fueron conscientes de los problemas de sus súbditos, que tanta influencia podían tener sobre su poder. Desde que era príncipe, Felipe II supo de los males de los castellanos, y bajo su hijo Felipe III se logró una cierta pacificación, que no fue bien vista por todos. Bajo el conde-duque de Olivares se intentó reformar la Monarquía, atendiendo a veces las propuestas de los arbitristas. Sin embargo, el empeño naufragó. La defensa del monopolio comercial hispano enconó la lucha con las Provincias Unidas, coincidiendo con la guerra de los Treinta Años. Se prosiguieron cobrando muchos impuestos, pero los privilegiados impidieron toda reforma fiscal, como la del estanco de la sal con carácter de gravamen único. También frustraron la creación de una red de erarios y montes de piedad que hubieran podido fortalecer la banca castellana. Las protestas castellanas enturbiaron la integración económica con Portugal, acusándose interesadamente de marranos o criptojudíos a muchos de sus hombres de negocios. La pretensión de igualar el poder del rey en la Corona de Aragón y otros lugares con el de Castilla desató la tormenta de 1640.

                Las aspiraciones reformistas de Olivares fracasaron, en el fondo, por el vigor de las fuerzas que se beneficiaban del imperio español, desde la alta nobleza celosa de sus prebendas a las encastilladas oligarquías locales. Su caída en 1643, como se ha recordado, evitó algo similar a la Fronda en Castilla.

                Durante décadas, el reformismo no murió, permaneciendo vivo el deseo de enmienda fiscal, según patrones más simplificados, y comercial con la creación de compañías al modo de otros países. Con justicia se han resaltado las reformas monetarias en Castilla de finales del reinado de Carlos II. Sin embargo, la fuerza de los intereses creados y la debilidad del gobierno real impidieron iniciativas más ambiciosas.

                Las de Felipe V, que tanto alteraron la Corona de Aragón, han suscitado tradicionalmente opiniones contrarias. A día de hoy, sabemos que las medidas adoptadas no fueron una mera imitación de los modelos de la Francia del Rey Sol, sino que algunas se remontaban a tiempos de Olivares, y que no crearon la prosperidad catalana o valenciana, con raíces bien propias en el siglo XVII. Inicialmente, estuvieron motivadas por la acuciante necesidad de fondos para la guerra sucesoria, y ya posteriormente adoptaron argumentos que se remontaban a los arbitristas de finales del XVI e inicios del XVII.

                En el imperio español del XVIII se acometieron importantes reformas en la administración y en el comercio, indiscutiblemente, lo que prueba que no era incorregible. Sin embargo, los motines de Esquilache recordaron que todo tenía un límite. Ni los gobiernos de Carlos III lograron imponer la única contribución en Castilla, ya proyectada con todo lujo de detalles por el marqués de la Ensenada.

                La necesidad de reformas volvió a urgir en los torbellinos del reinado de Carlos IV, coincidiendo con los problemas del Antiguo Régimen. Un poco más tarde, durante la guerra contra Napoleón, los liberales retomaron tal tarea, con resultados variables, no escasa oposición y la pérdida final de la América continental.

                En su dilatada Historia, el imperio español tuvo la capacidad de enmendarse y lo llevó a cabo en ciertos momentos, pero dentro de unos límites sociales tan estrechos que una coyuntura internacional adversa volvía a ponerlo contra las cuerdas. El secreto de su estabilidad durante tres siglos fue paradójicamente su talón de Aquiles.